Pareciera ser, al menos según nuestra cultura y tradición, que el placer o la satisfacción de una vida justa y buena es aquello por lo que vale la pena vivir.
Esa sensación de honor que nos llega tan profundo al momento de actuar bien.
Es cierto que hay otros placeres, pero parece no haber comparación. Unos son superficiales, momentáneos, que corrompen; se vuelven vicios y, en consecuencia, son recurrentes y hacen que la persona en cuestión se sienta mal (en otras palabras, son malos hábitos). Mientras que hay otros en que no nos cabe duda de que hacemos lo correcto, aquellos que nos hacen sentir propiamente nuestra dignidad (como cuando prestamos nuestra ayuda a alguien, realizamos un acto valiente, etc.).
Es cierto que hay otros placeres, pero parece no haber comparación. Unos son superficiales, momentáneos, que corrompen; se vuelven vicios y, en consecuencia, son recurrentes y hacen que la persona en cuestión se sienta mal (en otras palabras, son malos hábitos). Mientras que hay otros en que no nos cabe duda de que hacemos lo correcto, aquellos que nos hacen sentir propiamente nuestra dignidad (como cuando prestamos nuestra ayuda a alguien, realizamos un acto valiente, etc.).