Érase una vez un hombre tremendamente perspicaz y reservado, llamado Roadán.
Tenía una mente muy clara -brillante me atrevería a decir- para explicar las cosas, definirlas, clasificarlas, relacionarlas, etc.
Nunca olvidaré cuando al terminar una conversación, algo cansado ya, me dijo: “¿De qué me sirve ser grande ante mis amigos, si no soy grande ante mí mismo?”.
Nunca olvidaré cuando al terminar una conversación, algo cansado ya, me dijo: “¿De qué me sirve ser grande ante mis amigos, si no soy grande ante mí mismo?”.