Roadán se despertó y reflexionó: “Pareciera ser que la inteligencia, tan aplaudida desde hace tantos siglos, más que conducir a una felicidad espiritual dirige más bien al placer individual.
Y este placer entendido en sentido amplio, desde el deseo de gloria y reconocimiento, pasando por la abundancia de dinero y bienes, hasta el placer sexual (lo que alguna vez se conoció entre los escolásticos como "prudencia de la carne").
¿No es acaso más bueno el tonto que el inteligente? Entendiendo por tonto aquel que vive de acuerdo a lo que otro le ha dicho, que no se cuestiona las cosas y que sólo repite, basando su vida en un conjunto cerrado de ideas.
¿No es el tonto el que cree más inocentemente en las ideas de bondad y verdad que cualquiera puede decir "de la boca para fuera"?
¿No es el tonto más fácil de persuadir sobre cualquier orden de vida?
¿Hasta qué punto nos conviene promover la inteligencia si ésta conlleva perjuicios para el individuo y la sociedad en que se desarrolla?
Quintiliano de Calahorra, profesor público del Imperio Romano en el siglo I, decía que a los niños había que festejarles más su inteligencia y creatividad que su memoria. Se burlaba de la costumbre que tienen los padres de celebrar cuando los hijos memorizan algo (como un poema o una canción), diciendo que era mucho más aplaudible el hecho de que el niño pudiese inventar una historia, lo que en su caso se traduce las más de las veces en una mentira (o metáfora, si queremos decirlo eufemísticamente como Nietzsche).
¿No es la gente inteligente la que más vela por su interés personal a fin de cuentas, siendo capaz de comprender complejos sistemas filosóficos e ideologías con avanzados conceptos sin llevarlos a la práctica?
Esto nos conduce a cuestionarnos ideas mucho más fundamentales aún: ¿Sirve de algo entender razones? ¿Basta hacerlo? ¿No somos acaso malos por naturaleza? (Maquiavelo sonreiría, pero seamos honestos en nuestras reflexiones).
¿Hasta qué punto podrá restringirse esta unión entre la inteligencia y el placer egoísta que se configura en el individuo? Pareciera tener que ser restringida (como en muchos ámbitos se hace en la práctica), para no llegar a situaciones abusivas y de opresión, las más de las veces satisfactorias (placenteras) para sólo unos pocos individuos (como por ejemplo un determinado grupo económico).
Las leyes deben apuntar en el sentido de salvar a la masa inocente de ciertas inteligencias particulares, con disposiciones claras e instituciones sólidas, pero además con la implementación necesaria para hacer posible su real aplicación.
Hay que cuidar a la gente sencilla del individualismo que avanza en nuestros tiempos.
El desafío está en encontrar a esos pocos iluminados que puedan dejar de lado, a lo menos unas cuantas horas al día, sus intereses personales, para embarcarse en la ayuda de los demás. Quizás sea ésta una labor que sólo los tontos puedan realizar. Tontos que socorran a otros tontos. En gran medida es esa la tarea que lleva a cabo el buen político y el que gusta realizar acción social”.
¿No es acaso más bueno el tonto que el inteligente? Entendiendo por tonto aquel que vive de acuerdo a lo que otro le ha dicho, que no se cuestiona las cosas y que sólo repite, basando su vida en un conjunto cerrado de ideas.
¿No es el tonto el que cree más inocentemente en las ideas de bondad y verdad que cualquiera puede decir "de la boca para fuera"?
¿No es el tonto más fácil de persuadir sobre cualquier orden de vida?
¿Hasta qué punto nos conviene promover la inteligencia si ésta conlleva perjuicios para el individuo y la sociedad en que se desarrolla?
Quintiliano de Calahorra, profesor público del Imperio Romano en el siglo I, decía que a los niños había que festejarles más su inteligencia y creatividad que su memoria. Se burlaba de la costumbre que tienen los padres de celebrar cuando los hijos memorizan algo (como un poema o una canción), diciendo que era mucho más aplaudible el hecho de que el niño pudiese inventar una historia, lo que en su caso se traduce las más de las veces en una mentira (o metáfora, si queremos decirlo eufemísticamente como Nietzsche).
¿No es la gente inteligente la que más vela por su interés personal a fin de cuentas, siendo capaz de comprender complejos sistemas filosóficos e ideologías con avanzados conceptos sin llevarlos a la práctica?
Esto nos conduce a cuestionarnos ideas mucho más fundamentales aún: ¿Sirve de algo entender razones? ¿Basta hacerlo? ¿No somos acaso malos por naturaleza? (Maquiavelo sonreiría, pero seamos honestos en nuestras reflexiones).
¿Hasta qué punto podrá restringirse esta unión entre la inteligencia y el placer egoísta que se configura en el individuo? Pareciera tener que ser restringida (como en muchos ámbitos se hace en la práctica), para no llegar a situaciones abusivas y de opresión, las más de las veces satisfactorias (placenteras) para sólo unos pocos individuos (como por ejemplo un determinado grupo económico).
Las leyes deben apuntar en el sentido de salvar a la masa inocente de ciertas inteligencias particulares, con disposiciones claras e instituciones sólidas, pero además con la implementación necesaria para hacer posible su real aplicación.
Hay que cuidar a la gente sencilla del individualismo que avanza en nuestros tiempos.
El desafío está en encontrar a esos pocos iluminados que puedan dejar de lado, a lo menos unas cuantas horas al día, sus intereses personales, para embarcarse en la ayuda de los demás. Quizás sea ésta una labor que sólo los tontos puedan realizar. Tontos que socorran a otros tontos. En gran medida es esa la tarea que lleva a cabo el buen político y el que gusta realizar acción social”.