Es normal que en toda nación haya personas conservadoras, esto es, que busquen cuidar el estado de cosas.
No lo hacen necesariamente por asegurar sus privilegios ni por una fe ciega en la tradición.
La mayoría de las veces hay un genuino interés en proteger los avances civilizatorios. Es sano y conveniente que una sociedad conserve todo lo bueno. Solo un estúpido no lo entiende.
El más conservador puede ser el más liberal si lo que busca conservar o cuidar son las libertades.
Por otro lado, es usual encontrar en cada país a las autodenominadas “fuerzas progresistas”, que pretenden cambios de toda índole.
En general, estos grupos son vistos por los conservadores como fuerzas más bien “destructivas” del orden.
A su turno, los progresistas miran a los conservadores como la piedra de tope que impide continuar, precisamente, con el avance civilizatorio.
El orden imperante ya existe. Y si nada se hace, nada cambia. Por lo mismo, la carga de convencer por el cambio está en quien lo busca.
Cuando los “progresistas” eligen bien a sus interlocutores, sus ideas no son vistas como destructivas, sino como propuestas de avances graduales, a las que vale la pena dar una oportunidad en la sociedad.
Si son cambios razonables, su aceptación se extenderá hasta el punto de ser generalizada y el día de mañana pasarán a ser parte de ese orden que vale la pena cuidar.
Por el contrario, si los representantes del cambio son forajidos que no entienden el sistema imperante y todo lo que conviene conservar, no hay más destino que la descalificación, la confrontación y la violencia.