Presentación

"Scuola di Atene" - Raffaello Sanzio


FILOSOFÍA DESDE EL FIN DEL MUNDO
por
Álvaro Awad Sirhan

El presente sitio contiene una selección de ideas y opiniones de su autor. Estas se expresan en textos breves y directos —literarios y no literarios— en el marco de una reflexión filosófica para el siglo XXI.

martes, 26 de enero de 2016

Cuento “La Carrera y la Trampa”

Después de perder en las cartas me fui a acostar… Me desagradaba la idea de seguir escuchando tanta tontería y pelambre juntos, así es que me puse las ropas suaves y no fue necesario tenderme en la cama para entrar rápidamente en lo más profundo de mi inconsciente...

Estaba tan oscuro y húmedo, que dudaba si respirar o no. Era tarde en la tarde, y todo esto lo sabía por el hambre que me atacaba, un hambre fría y seca, tan seca que se mezclaba con la sed, una sed que me ahorcaba sin contrición, y que cuando se aburría me recordaba otra vez el hambre. 

¿Qué hora es?”, despertó mi sentido.
Casi la misma que hace un rato...” escuché en mi cabeza, “...pero da igual, ya no hay nada que hacer”.

Irónica la conciencia, que no se da el tiempo de entender que es ella misma la que ha de sufrir por su mala labor, y que su proeza quedará deshecha luego que el hombre se encuentre a sí mismo en un rato, y poco rato.

Entonces se abrió la puerta frente a mí. Un portón de madera que mostraba enano al mayor gigante, dejando entrever lentamente una luz vertiginosa y molesta que indicaba las desgracias acercarse o, mejor dicho, la desgracia.

En aquel momento escuché la voz por primera y última vez: “Ahora serán vendados, y no les queda más que correr si quieren salvar el poco orgullo que les queda más que correr si quieren salvar el poco orgullo que les queda más que correr…”. Repetía su frase con un tono sabio y armonioso. Tal, que no encontraba el peso de su mensaje.

No alcanzo a ver el portón completamente abierto, pues una venda y no cualquiera ya cubre mis ojos, al mismo tiempo que me entero de los otros que se encuentran junto a mí. Sus murmullos y oraciones se vuelven insoportables.

En un estrépito de mis oídos romper viaja la primera bala, y siento una presión en mi espalda que me obliga a avanzar a pasos cortos e inseguros, sufriendo progresivos empujones. Algunos están gritando, otros continúan las súplicas y el resto está tan confundido como yo y como tú también. Arrasa con lo que queda de mi sentido musical la segunda bala, y me pierdo en el penoso pensar de no volver a gozar de la maestría del finlandés. La presión sigue aumentando y mucho antes del tercer disparo comenzó la carrera sin sentido entre los que luego vería miles.

Mis piernas trotan un par de metros, pero no tan rápido como para no caer de rodillas. Todos pasan sobre mí, me pisan la espalda tan fuerte que creo jamás podré levantarme.

Tendido, escucho el murmullo de un hombre mayor, que al parecer también había sido atropellado por el resto, mas por su sabiduría había logrado vivir hasta mi tiempo:

Los hombres hablan de cosas que no entienden”.

El barro se apodera de todo mi cuerpo, y luego de un patético intento logro con mucho esfuerzo ponerme de pie, confirmando mi rota espalda y mi mano izquierda incomunicada. Huele a lo peor, a miedo, traición y angustia.

Al incorporarme me doy cuenta que la venda ya no me tapa por completo, y entonces veo lo que mi conciencia con ironía me había dicho hace un instante: una gruesa cuerda rodea mi cuello. “¿Es inevitable?”.

Con suma concentración me agacho para tocar los cuerpos de quienes serían mis contemporáneos, y busco en sus cuellos para hallar la misma cuerda que envuelve el mío. Es una trampa. Lo descubro al notar la tensión que hay en las sogas de los caídos, y me pregunto hasta dónde llegará la mía, pues al no oír a nadie me parece que no quedan almas en ninguna parte.

Con más determinación que de la Mancha me propongo quitarme la venda que vendado me molesta y vendado me tiene. La fuerza bruta me ayuda, y con todo el odio del mundo me saco la maldita, maldita, maldita venda.

Pasan largos minutos, y es que no puedo comprender la miseria que se vive en el ambiente. Tantos cuerpos yacen en el suelo hacia tantas direcciones, tanta muerte y tan anónimo responsable. Siento miedo. Estando entre Escila y Caribdis recuerdo al poeta Sermónides, que expresaba el pensamiento griego sobre la muerte diciendo: “Zeus tiene en su mano el fin de todo lo que existe y dispone de ello según su voluntad”.

El atardecer cubre las montañas que rodean este valle de la muerte, y al no ver a nadie activo más que yo en el inmenso espacio, el instinto me llama a correr desesperadamente, estúpidamente, como un animal en medio del desierto sin flores.

El juicio va y viene y mi pesadilla no quiere terminar. Comienza a dolerme el pecho, mis piernas ruegan descanso y mi espalda ya no tiene razón de ser. De correr me vuelvo al trote y del trote al caminar, y de bípedo a cuadrúpedo, caigo  el suelo y, por favor, sólo quiero descansar. 

Siguen jugando, mejor los acompaño un par de manos más...